jueves, 31 de marzo de 2011

Un sueño

Un sueño...
el sueño prolongado de una vida entera.
Recién incorporada, su blancura se revela 
ante la roja sobriedad del enmohecido sofá,
así cual los cabellos en su espalda de violín.
¿Ha muerto o ha nacido?...
y mientras una suave niebla se asomó por la ventana...
Ximena Román.

-¿Toda la gente se casa?
-Sí, hijo, llega un momento en la vida de todo ser humano, en que es necesario casarse para no sentirse solo en la vida, por eso es que todos debemos casarnos, hasta tú.
-¿Yo también me casaré, mamá?
-Claro que sí, cuando seas grande
-Mamá, yo quiero casarme contigo
-No, eso no se puede -pronunció la mujer en medio de una risa discreta.
-Pero¿por qué?
-Porque cuando tú estes en edad de casarte, yo ya estaré muy vieja, además, yo ya estoy casada con tu padre, y los hijos no pueden casarse con sus mamás. Pero no te preocupes, ya verás que cuando seas grande vas a encontrar a la esposa perfecta para ti...

Un enorme hueco llenó el interior de aquel niño, el hecho de saber que casarse con una mujer es algo ineludible en la vida, y peor aún, enterarse de que esa mujer no podría ser su madre, dejó en su corazón un sentimiento de desolación. ¿Por qué todo mundo debe casarse? era un cuestionamiento dando vueltas en su cabeza, quizá en el fondo de su mente infantil la idea del matrimonio estaba cobrando una gran importancia, como si se tratara de un problema por resolver en ese pereciso instante. A pesar de su corta edad, él presentía que unirse a una mujer cuando ese momento llegara, sería exactamente un problema de difícil resolución. Para empeorar la situación,  está prohibido el matrimonio con la madre, esa mujer en quien uno deposita toda su confianza, a cuyo lado uno se siente envuelto por una cálida atmósfera de bienestar, donde nada malo puede ocurrirle a nadie, además, él se percibía como una extensión de su madre, como si ambos conformaran un ser único e indivisible, no existían signos de extrañeza o ajenidad entre ellos. En ese sentido, la madre encarna a la mujer perfecta con quien todos desearían casarse, ¡qué estupidez privar a todo hijo del matrimonio con su madre!. Dichas reflexiones iban y venían en su pueril entendimiento.
      Durante los días siguientes aquello se había transformado en una obsesión, no había juego o conversación en el que no saliera a relucir el tema del matrimonio y la mujer perfecta (quien desafortunadamente no era su madre). En la casa como en la escuela, el niño podía pasar horas hablando de los novios, el vestido blanco, la ceremonia religiosa, el banquete, la luna de miel, la felicidad y los hijos. Sus juegos consistían en formar matrimonios entre sus muñecos, y posteriormente familias felices. Sin embargo, un especial esmero era el que ponía a la novia, cada detalle importaba, desde su apariencia física hasta las características morales, éticas, sentimentales, etc. que le atribuía. Él jugaba a crear a la mujer idónea, a aquella diseñada con el único fin de ser la esposa y la madre ejemplar. Como no tenía muñecas, tomaba sus figuras de acción, a las cuales  confeccionaba hermosos vestidos blancos, adornaba sus cabezas con tocados florales y velos vaporosos, les urdía largas cabelleras con estambres y retocaba sus rostros con un maquillaje improvisado de crayolas y lapices de color. Ese comportamiento, en apariencia inocente y pasajero, pronto trascendió a tal punto, que todo lo femenino era digno de admiración para él, no siendo así su contraparte masculina, la cual tenía reservadas otras funciones dentro de su universo feminoide en que todo devenía en hembra.
      Esa noche fue crucial, un suceso perdido en el tiempo, durante años dormido en un letargo mortuorio, parecía haberse esfumado al abrir los ojos para despertar de un sueño que emergía con vida de su sepulcro. Tal sueño regresó del olvido y se estampó en su frente, desde donde dominó la dirección de su destino: En la oscuridad, lo que parecía un lecho blanco emanaba una tenue luz. Sobre él, apenas  se divisaba una figura varonil, desnuda, en actitud de espera... es él. El silencio ahuyentaba toda onda de sonido, así como la luz se fugaba por cada rincón hasta quedar ausente. De pronto, una neblina de oro irrumpió lentamente, descendió del techo... ¡el cielo!. Poco a poco, sin perder la cadencia de su movimiento estelar, esa nube dorada fue tomando formas que el hombre recostado trataba de adivinar: una flor, una virgen, un rostro, una mano delicada, un pie, los brazos tersos, los muslos lustrosos, dos senos turgentes, los labios, los ojos, la melena... Al fin, ella convertida en carne quedó postrada junto a él en la cama. Sólo salió del estado narcótico en que creyó estar inmerso, cuando pudo probar la humedad salada de esa boca. Ella abrió los ojos e iluminó súbitamente su pálido rostro, enmarcado por una cabellera azabache que cubría sus senos desnudos. Poseída por un impulso animal, tensó sus miembros elásticos y blancos con los que rodeó el cuerpo entero de su viril compañero, como una gran araña aferrándose a su presa con todas sus extremidades... así como la escena comenzó, se discipó en el espacio.
       Después de tal visión nocturna, ya en plena vigilia, con los sentidos lúcidos, aunque absortos, reconoció en la mujer del sueño a quien sería su esposa, al menos eso creyó; sin duda alguna, tenía el fuerte presentimiento de que esa imagen fabricada inmaterialmente en una ensoñación nebulosa e intangible marcaría de por vida su propia existencia.     
      Los años pasaron inadvertidos, como el agua que corre en un río sin reconocer la peculiaridad de cada átomo que le da forma y cuerpo. Los rasgos difusos de aquella deidad soñada no abandonaron la memoria del ahora joven hombre. Todo ese tiempo, no había dejado de imaginarla, poblaba gran parte de su memoría, de su cuerpo; sentía a esa mujer fluir por sus venas; una enorme necesidad de encontrarla le roía la carne y los huesos. Sufría por su inexistencia.
       A causa de tanto sufrimiento, el hombre cambió su semblante por el de un personaje taciturno, triste y sumido en una angustia constante. Las horas y los días representaban un enorme peso sobre su espalda. Había salido a las calles, la había buscado en los lugares más recónditos: en los prostíbulos, en las iglesias, en universidades, ¡en todas partes! y no pudo encontrarla. Resignado, se refugió en su casa para siempre, así lo pensó. El dolor no se debía sólo a la ausencia de un ser a quien se desea ávidamente, sino que sentía en lo profundo, con las entrañas, que esa mujer estaba más cerca de lo que él imaginaba, la vivía en sí mismo, habitaba en su células, en su piel, en su pensamiento. En un acto de desesperación, por querer desprenderse de ella, o de retenerla eternamente, tomó entre sus manos lo que pudo ser el arma más cercana: un espejo. Con su filo encontraría la redención anhelada, dejaría escapar su sangre y con ella a ese ser que lo contaminaba, que ensuciaba y a la vez depuraba su espíritu. En una maneobra para conseguir fragmentar aquel cristal, atisbó en su reflejo una luz extraña proveniente de sus ojos llorosos, se concentró en ella, penetró hasta el fondo de sus globos oculares, y en un vertiginoso movimiento, de los bordes del espejo y de sus retinas ensimismadas, irrumpió el rostro hechicero que desde su niñez no contemplaba: los cabellos ensortijados sobre las prominencias de su pecho; los ojos marrones, pesados y caidos; la boca delgada que más bien parecía una mueca inconforme, ahora esbozaba una sonrisa. De inmediato soltó el espejo, subyugado por el terror. Los cristales se esparcieron  en el piso de la habitación provocando un caótico sonido. Él, inerte, permaneció de pie frente al objeto hecho añicos. Dudó, pues no había otra cosa que hacer, sino dudar. Temerosamente, decidió confirmar su alucinación (si es que alucinaba) y recogió un trozo de espejo con la mano trémula, se miró, ¡Y ahí estaba ella mirándolo!. Un grito desgarrado seguido por llanto y después el silencio...
      En el periódico del día siguiente: "Encuentran en un departamento ubicado en el centro de la ciudad, el cuerpo sin vida de un sujeto del sexo masculino, de aproximadamente veintidós años con características feminoides, desnudo y con heridas causadas por un espejo roto que se encontró en la escena del crimen, se presume un crimen pasional"